La violencia contra la mujer


La violencia

Para una convivencia social se necesita domeñar la violencia, la agresividad, el afán destructor, esto está en la base de la civilización y de la cultura.

Walter Benjamín nos habla de una violencia originaria que el derecho trata de regular y nos muestra también los impasses del campo jurídico para dicha regulación. El derecho tiene que servir de freno a la violencia que se da fuera de su marco, y por otro, legitimar la violencia que sirve para sostener el derecho mismo, a condición de no transgredirlo pues ello significaría su degradación.

Es evidente que el marco simbólico que aportan las leyes no pueden subsumir y erradicar totalmente el mal, ¿qué aparato judicial puede estar a la altura del enigma del mal en el ser humano?, cuestión a la que se enfrentan continuamente los abogados, jueces, fiscales etc.

Desde el descubrimiento freudiano y la verdad que conlleva, sabemos que ninguna institución podrá lograr acabar con la “fiereza” del hombre, que ya Baltasar Gracián en el Criticón, ilustra cuando nos dice que “si los hombres no son fieras es porque son más fieros, porque su crueldad supera la fiereza animal”. De esto podemos deducir, que la crueldad es una característica exclusivamente humana.

Cualquier intento de interpretar estos fenómenos como bestialidades, lleva implícito no querer saber que la tensión agresiva, que la violencia dirigida al semejante, que el mal, es un elemento nuclear de la constitución de los sujetos, de su condición de humano.

Desde la literatura, pasando por el cine, sabemos de esta tendencia destructiva que padecemos los seres que hablamos. De forma un tanto irónica la fábula del escorpión y la rana ilustra esta tendencia. El escorpión le pide a la rana que le ayude a pasar el río, y la rana desconfiando de las tendencias que caracterizan al escorpión se niega, pero el escorpión insiste con una impecable argumentación lógica y razonada, “no te clavaré mi aguijón pues si lo hiciera nos ahogaríamos los dos”. Frente a este argumento basado en la idea de que cualquier ser vivo pretende autoconservar su vida, la rana accede; a mitad del río el escorpión pica a la rana, entonces esta, estupefacta le pregunta ¿por qué?, obteniendo la respuesta, “es mi carácter”.

Es por eso que convendría no perder de vista lo que nos enseñan la literatura, el arte, etc., y que el psicoanálisis conceptualizó como pulsión de muerte anudada a la vida.

En el tema específico de la llamada violencia de género, -sabemos que hay otras formas de violencia, la que implica la guerra, la pobreza, la juvenil, la derivada de la xenofobia etc.- se parte, sobre todo de los datos sociológicos, estadísticos, fenoménicos, para abordarlo. Los Estados con las leyes en un esfuerzo por lo alarmante y preocupante de su frecuencia, tratan de poner un freno a esta violencia cada vez más desbocada. Pero si esta vía es absolutamente necesaria, es evidente que se torna insuficiente.

Abordajes psicológicos

La mayoría de las terapias, de los acercamientos sociales, pedagógicos, insisten en negar: que la subjetividad ha perdido toda posibilidad de ser abordada biológicamente, que la tendencia destructiva es inherente al ser que habla y que la constitución de un sujeto exige de una operación de alienación con el Otro, de la cual se deriva una tensión agresiva con el semejante.

Nos damos una identidad, un ser, gozamos, pero ello es a través de la imagen del otro, de su reconocimiento, de los objetos de satisfacción que buscamos en él, de las marcas nuestras que reconocemos en ese Otro exterior.

En España el abordaje y tratamiento que las instituciones dan al problema , está marcado por un intento educativo y adaptativo tanto del sujeto agresor como de la víctima de la agresión. Dicho abordaje, ignora las causas, evita las preguntas y su desconocimiento lo único que promueve es mayor desorientación entre los sujetos, los profesionales y las instituciones.

Se trata de una concepción psicológica-social donde el problema es tratado focalmente, donde se lo reduce a una acción desprovista de su estatuto imaginario, simbólico y real, una acción que aunque genera interrogantes, estos quedan aplastados por un tratamiento exclusivamente enfocado a la erradicación de la conducta. Una concepción que reduce al ser humano a su estatuto puramente biológico, cercenándolo a una animalidad, a una instintualidad irremediablemente perdida.

El contragolpe de ese desconocimiento, -como el que Jacques Lacan nos muestra como inherente a la función de síntesis del yo-, es que ello insiste. Insiste con la reincidencia por parte del agresor, más allá de la vigilancia, de los esfuerzos por mantener el alejamiento, de los divorcios; y esta insistencia no es exclusiva del agresor pues en ella participa también la víctima.

Hace unos años, una juez se vio enfrentada a un problema ético de gran calado. Le fue requerido el permiso por parte de una mujer para casarse con su agresor encarcelado por acciones violentas ejercidas contra ella misma. La juez negó dicho permiso y esta mujer le acusó de no respetar su libertad de elección. Incluso un suplemento dominical del diario el País, dedicado a los testimonios de profesionales, mostraban la perplejidad y angustia de los mismos cuando una y otra vez se encuentran con esta reincidencia por parte de las víctimas, más sorprendente aún que la del agresor.

Esta respuesta de dicha mujer tiene todo su valor, el derecho a la elección del sujeto. En nombre de un bien que el Estado, la sociedad quiere para los sujetos podemos estar infringiendo un recorte grave de este derecho insoslayable.

Pero más allá de esto, esta apelación a la elección nos puede abrir una vía de reflexión que nos permita dar cierta luz sobre este problema concreto que se desencadena en el marco de la vida amorosa, en la relación entre hombres y mujeres.

La perspectiva desde el psicoanálisis

Desde luego, parece más simple, aparentemente más efectivo, ir a la conducta que nos molesta, que daña, que nos inquieta; antes que elegir el camino de mayor envergadura que propone el psicoanálisis. Pero los años que van transcurriendo de atención a estas problemáticas y de resultados nada halagüeños, hacen patente que esta facilidad es una pura falacia. Frente a este agravamiento lo único que los poderes públicos tienen para ofertar es mayores cuantías económicas para aumentar los distintos servicios, es decir que “algo cambie para que todo siga igual”. Se crearán casas de acogida, se buscarán vigilantes para el cuidado de las víctimas, se harán leyes cada vez más afinadas en este sentido, se atenderá psiquiatrica y psicológicamente, pero desde la concepción antes señalada, y lo que encontraremos es la “recidiva”. Una mujer que después de doce años de separación y una vez rehecha su vida vuelve con él, una mujer que cuando el policía que la protege arremete a su agresor por violar la orden de alejamiento, termina defendiendo a su agresor y agrediendo a su guardián, etc.

Si nos quedamos con respuestas sociológicas y del “aquí y ahora”, de esa supuesta realidad objetiva, que hace que las cosas sean como son, difícilmente podremos ofrecer un camino a los sujetos, para una rectificación de estas elecciones tan fatales que pueden acabar trágicamente.

Desde luego el psicoanálisis a diferencia de la psicología no promueve ningún tipo de evaluación que influya sobre la condena del culpable, nuestra función como psicoanalistas es de otra índole. Y ello, nos podría llevar también a preguntarnos el valor de estas evaluaciones forenses a la hora de aplicar el castigo legislado.

Sería interesante recordar el análisis que Adorno realizó de la retórica fascista cada vez que apelamos a la simplicidad, a la sociología servidora del mercado, a la rentabilidad que siempre va disfrazada de eficacia y rapidez. Una retórica que busca usar la debilidad del otro para el fin que pretende, que degrada toda idea de argumentación en pos de consignas disfrazadas de fácil comprensión, en una palabra que nos deja en un estado de impotencia y de incapacidad de reflexión que sirve a los intereses buscados.

Jacques Lacan nos advertía que “en una civilización en la que el ideal individualista ha sido elevado a un grado de afirmación hasta entonces desconocido, los individuos resultan tender hacia ese estado en el que pensarán, sentirán, harán y amarán exactamente las cosas a las mismas horas en porciones del espacio estrictamente equivalentes”, y líneas después nos advertirá que a partir de cierto aumento de esta tendencia, las tensiones agresivas uniformadas se precipitarán a puntos de ruptura y polarización.

¿Las noticias cada vez más alarmante sobre el aumento de la violencia y el tipo de violencia que se padece, no responde ya a este límite cuantitativo que hemos traspasado? 

Violencia contra las mujeres

En particular, la violencia contra las mujeres nos interroga a todos más allá del ángulo desde donde abordemos estos hechos. Es un problema que nos conmueve íntimamente y que abre un abanico de preguntas.

Como decíamos antes están las mujeres que no denuncian la sistemática violencia a la que se ven sometidas, o las que habiendo denunciado retiran la denuncia o no la ejecutan; o incluso, cuando todo el proceso ya está puesto en marcha y hay orden de alejamiento ellas mismas se saltan estas órdenes; llegando a retomar la convivencia y el vínculo con ellos.

Es evidente que esta violencia dirigida a la mujer no es nueva, incluso en algunas épocas las leyes contemplaban que el marido tenía derecho a ejercer la violencia hacia su esposa hasta matarla. Está claro que los cambios sociales e históricos y sobre todo los que se han producido a partir de los años 60’ 70’ del siglo XX, con respecto al lugar de la mujer en la sociedad han llevado paulatinamente a considerar esta violencia como un “mal” social.

A lo largo de la historia se han ido produciendo cambios con respecto al lugar de la mujer y sus derechos cívicos, casi siempre relacionados con el cambio de la institución matrimonial. El momento donde matrimonio y amor, que estaban separados, se unieron, afectó a la institución familiar que se vio zarandeada por los avatares del amor. A mitad del Siglo XX, el avance del control de la natalidad unido a los derechos conseguidos con el voto femenino, y en el trabajo supuso un vuelco definitivo.

Nos atreveríamos a decir que este cambio ha sido incomparable con respecto a los anteriores, aunque sabemos que sin los anteriores este salto no podría haberse dado.

Considerar a la mujer como “un ser” en pie de igualdad con el hombre tanto civilmente, como filosóficamente, como espiritualmente, etc., es algo verdaderamente inédito, (salvo los que consideran que en las sociedades matriarcales y nómadas esto funcionaba así), y hasta hace bien poco no ocurría.

Hasta el siglo XX, -y no debe ser casual que nazca en este siglo el psicoanálisis-, las diferencias anatómicas, psicológicas, etc. entre hombres y mujeres servían para justificar la no igualdad de derechos civiles, políticos, laborales, etc. Y ahora que se aboga y se sigue luchando, por lo menos en los países occidentales más avanzados, por esta igualdad, se está corriendo el riesgo de querer borrar estas diferencias.

Posiciones tanto conservadoras como progresistas en este sistema capitalista promueven una homogeneización de los sujetos, tendente a borrar la diferencia singular de la existencia de cada uno y también la diferencia que viene marcada por la posición sexuada. Lo homogéneo, lo idéntico, aunque en principio pudiera creerse que llevará a algo armónico lo que generará será un aumento de la tensión agresiva y de la violencia en los vínculos.

Por ello las igualdades innegables de los derechos humanos no pueden subsumir las diferencias subjetivas y tampoco la diferencia que introduce en el mundo “el cuerpo de la mujer”.

Muchos movimientos feministas critican al psicoanálisis porque consideran que nuestra insistencia en no soslayar esta diferencia sexuada y lo que conlleva, implicaría un tratamiento discriminatorio con la mujer. Nada mas lejos de nuestros planteamientos sobre todo desde la perspectiva del psicoanalista francés Jacques Lacan que en su retorno a Freud subvirtió la consideración de lo femenino.

Como decíamos al principio esta violencia está íntimamente ligada a la diferencia de sexos, y esto atraviesa cualquier clasificación psicopatológica que pudiéramos tratar de hacer del agresor. Saber si se trata de una neurosis obsesiva o de una psicosis tiene valor para la escucha de un psicoanalista y la orientación de la cura del paciente, pero incluso en ese caso, hay algo transversal que no responde a esta diferencia psicopatológica y que está referido a cómo afronta o asume el sujeto su posición sexuada, y como se las arregla con la alteridad que representa la existencia de la mujer en el mundo.

La relación con esta diferencia es problemática tanto para hombres como para mujeres. No hay un saber disponible ni una técnica que nos diga como afrontar lo traumático de la sexualidad. Ni un modelo para saber como ser hombre o mujer. No se trata de ninguna cuestión innata, nada de la psicología animal como modelo nos sirve de ayuda para abordar esta cuestión por más que se empeñen. El hecho de la palabra y de su incidencia sobre el cuerpo desde nuestros primeros días de vida es lo único que tenemos como herramienta y, a la vez, es lo que no permite una complementariedad ni una simbiosis con el partenaire.

El maltrato no se da únicamente cuando llega el gesto violento, el mal trato que se le da a lo femenino cuya encarnación es el partenaire, puede empezar por pequeños detalles que muestran esta verdadera impotencia del hombre para abordarlo, incluso para amarlo. No se trata solamente de una impotencia sexual como síntoma sino más bien una impotencia vital. Es evidente que hay que diferenciar la violencia que se puede expresar a través de la palabra de la que pasa al daño físico. Tenemos ejemplos de esta violencia simbólica en la literatura, la filosofía, el derecho, etc., a lo largo de la historia. Y no nos olvidemos el lugar que ocupa la mujer todavía en ciertos países árabes. Incluso encontramos, como señalan muchas feministas, la violencia que se ejerce en los países de pleno desarrollo por la vía de la pornografía y la prostitución que mueve millones de euros.

La violencia de género no se puede entender si solamente se la mira dentro de la esfera doméstica. Es evidente que en la escena íntima entre los esposos lo que representa la existencia de la mujer en el mundo se experimenta de forma real. Margarite Duras en su texto el Mal de la Muerte relata el encuentro íntimo a través de un contrato de un hombre y una mujer y en él despliega magníficamente el efecto que este cuerpo mostrado en su belleza y en su máxima entrega y vulnerabilidad despierta en el hombre. Frente a la incapacidad de amar esa radical alteridad, el hombre está tentado a violarlo, degradarlo, humillarlo, en un intento desesperado de hacerlo todo suyo.

Violencia en el lazo amoroso

En todo lo expuesto antes, hemos ido mostrando para el psicoanálisis la importancia de lo singular e inigualable de cada sujeto como producto de una historia irrepetible.

La aparente promoción del individuo, de la defensa del individualismo de la época en que vivimos, no preserva esto singular sino que, por el contrario, lo aniquila. Se pretende que cada uno se aísle en un goce solipsista, que no se de el encuentro con el semejante, pero no como defensa de lo propio, sino sostenido en el puro desconocimiento de lo más particular. Un sujeto que en esta soledad sostenida en su yo, se torne menos problemático, menos sorprendente, que piense menos, que invente menos, que sirva mejor a los intereses del capitalismo más salvaje.

El psicoanálisis nos muestra que una relación presidida fundamentalmente por parámetros imaginarios, donde el amor se ha degradado en una identificación, donde la diferencia ha quedado reducida al máximo, y la dependencia del otro ha ocupado el mundo del sujeto; si la historia del sujeto ofrece un campo abonado, el contragolpe agresivo está asegurado. Se ataca en el otro, los rasgos de uno mismo. Es una violencia que se despliega en el lazo conyugal, amoroso, sexual de los protagonistas de la tragedia, y el carácter de repetición y de funesto destino lo invade todo.

Decíamos que en muchos casos, el criminal se suicida o se entrega inmediatamente para recibir el castigo que sabe que le corresponde. ¿Sería interesante saber si este castigo no era algo fuertemente buscado con el acto criminal?

Los hombres que llegan a matarlas no cometerían este acto con ningún otro semejante. Está dirigido únicamente a “esa” mujer con la que mantienen o han mantenido una relación “amorosa”, o mejor digamos una relación de pareja.

Es evidente que en el lazo erótico entre un hombre y una mujer, se ponen en juego las tendencias del sujeto y la problemática a nivel de la satisfacción. Satisfacción que como sabemos se anuda a la repetición. A veces, se trata de “esas elecciones fatales, manifiestas en el matrimonio, la profesión o la amistad, y que a menudo aparecen en el crimen como una revelación de las figuras del destino” como nos dice Lacan en su texto “Funciones del psicoanálisis en criminología”.

Vemos a partir de aquí como la elección del partenaire, no es cualquier elección y se van a jugar en ella las marcas del pasado, los complejos familiares, las condiciones de deseo, goce y amor de cada sujeto.

Además de esta diferencia, queremos plantear ahora algunas cuestiones sobre la diferencia que lleva implícita la diferencia sexuada.

Cualquiera que indague un poco en sus experiencias vividas, en lo que le acontece con el deseo, el amor, el goce, que reflexione sobre lo que le aleja y le atrae en relación con su partenaire, se dará cuenta de que hay una diferencia entre hombres y mujeres imposible de soslayar.

Pero, lo curioso es que aunque esta diferencia es innegable, está muy arraigada la idea de que el hombre y la mujer pueden mantener una relación armónica y de completud, sostenida desde hace siglos en el mito de Aristófanes que Platón nos transmite en sus Diálogos sobre el amor. Idea de unión simbiótica, de complementariedad, de posibilidad de encontrar justo eso que nos faltaría para ser un todo, para ser esa figura esférica que estaba en el origen.

Es importante aclarar que para el psicoanálisis la posición sexuada, hombre y mujer, no está dada por la anatomía. Son posiciones que están referidas a la castración, al falo, a la particular manera de gozar.

La forma en la que se satisfacen los hombres y las mujeres es diferente. Aunque el capitalismo intenta vender la idea contraria y digo vender porque saca mucho rédito de ello, esta diferencia insiste. Y esta diferencia marca una distinta forma de amar que puede llevar en su seno el germen del odio.

Pero no creamos que en esta tragedia el único protagonista es él, pues también la mujer se encuentra con ese cuerpo que ella misma tiene que sostener en el mundo. Fácilmente la mujer por lo difícil e insoportable que esto se le torna echa mano de las otras mujeres para rechazar lo que de la feminidad hay en ella, a la manera del hombre. Es en otra mujer donde supone un saber sobre lo femenino. Así es como se desentiende de su cuerpo y de su manera de gozar y la externaliza, al tiempo que hace existir a cualquier semejante como si fuera una alteridad radical.

El goce en el hombre está referido al órgano que porta y su condición de amor es fetichista, es decir parcializada, metonímica. Lacan llega a nombrar esta forma de amor así: “amo en ti algo más que a ti y por eso te mutilo”. Y en la mujer la condición de amor es erotómana, lo que implica que su amor depende del signo del Otro, esta condición la podemos encontrar tanto en las neurosis como en las psicosis, en esta última con una certeza inconmovible. Por ello para la mujer su satisfacción, su goce sexual pasa por el amor, está íntimamente ligado a él.

Las diferentes formas de goce sexual implican una imposibilidad irreductible, que solamente puede ser tratada por la vía del amor. Pero si este amor no tiene en el horizonte esta imposibilidad y si no está advertido de ella, la guerra de los sexos pasará a la escena.

Con respecto a las mujeres, para entender su capacidad de consentimiento con el maltrato, debemos despejar alguno de los tópicos que circulan, incluso en el campo psicoanalítico. Muchas de ellas usan el famoso masoquismo femenino para explicar esta dependencia. En la constitución de cualquier sujeto, en las construcciones fantasmáticas que jalonan su vida hay un aspecto masoquista con respecto al Otro, que cuando lo extrapolamos a lo social podemos llamar servidumbre voluntaria. Es decir que este masoquismo no es ni masculino ni femenino. No hay un masoquismo específicamente femenino, sin embargo, como venimos diciendo si que hay una particular forma de gozar conectada al amor. Este mito del masoquismo ellas lo adoptan porque la doxa lo promueve, pero en cuanto las dejamos hablar aparece lo que realmente está en juego y que dicen claramente “lo aman”, y este maltrato aunque es algo dañino, al menos es un signo del otro, que por lo general viene acompañado del arrepentimiento de él y la declaración de amor. Entre alguno de los estudios estadísticos que se han hecho apareció un dato que escandalizó a la mayoría de “bien pensantes”, cuando chicas muy jóvenes decían que ciertos celos cuasi patológicos de sus parejas les parecía un signo de que las querían.

Desde luego uno podría decir que esto no es amor, pero si lo es, incluso el de ellos lo es, un amor dañino, destructivo, un amor degradado en odio. La historia está repleta de amores de este tipo, aunque no terminaron en asesinato, el destino fatal para ellas fue indudable. En este sentido existen bastantes ejemplos de esposas, amantes, de hombres famosos que quedaron en segundo plano y que se dedicaron a sostener a “su hombre”, en algunos caso con resultados dramáticos.

Es un amor que se va degradando en una pendiente imaginaria, donde lo insoportable de la alteridad de la que hablábamos antes, se traduce en violencia y destrucción. La no aceptación de que la mujer tiene algo de inapresable, de que no se la puede terminar de nombrar, de que no se la entiende, despierta en el hombre un sentimiento de impotencia que puede resultarle insoportable y llevarle al pasaje al acto violento. Esta violencia la encontramos en todos los estamentos sociales o de clases, no en la misma proporción pero sí con la misma intensidad.

La impotencia que un hombre puede sentir no siempre se salda con el acto violento, lo que quiere decir que en estos casos concurren determinaciones patógenas edípicas. Según su particularidad, podremos encontrar alguno de esos hombres que ejercen la violencia con una mujer, y después con una nueva pareja esto no ocurre.

El psicoanálisis sin tener ninguna aspiración preventiva es una praxis donde el sujeto puede hacer el recorrido por estas determinaciones y encontrar una elección que no le lleve indefectiblemente a un destino fatal. Que solo se saldará con un castigo que le volverá a dejar en el puro desconocimiento y que no implica ninguna responsabilidad.

La pena, el castigo, que a los jueces les corresponde determinar no supone en sí mismo la asunción de la responsabilidad con respecto a los actos cometidos. La responsabilidad sobre las consecuencias de nuestros actos es lo que hace a la dignidad de lo humano. Pero está claro que no resulta fácil asumirla, pues somos responsables incluso de nuestros sueños como decía Freud.

Esta época que niega esta imposibilidad de la relación sexual así como niega el inconsciente del que hablábamos antes, se aleja, cada vez más, de esta asunción que dignifica la vida. Si la ley contempla atenuantes para las penas, para la responsabilidad subjetiva no hay ninguno.

Parece innegable la relación del agresor con el castigo. En las estadísticas del Observatorio contra la violencia doméstica y de género del Consejo General del Poder Judicial, el menor porcentaje son los que huyen después de realizado el asesinato, en la mayoría de los casos se intentan suicidar, se entregan o se quedan junto a la víctima. Este castigo es una forma en la que la pulsión de muerte, la tendencia destructiva del sujeto ha finalizado su recorrido circular. Primero la destruye a ella cuya alteridad niega y luego a sí mismo. Y en las víctimas, su relación privilegiada es con la culpa y la vergüenza.

Ellos en la lógica del tener, y ellas en las del don de amor. Ellos temiendo no poseer su objeto, ellas temiendo perderlo.

Si para las mujeres su existencia se sostiene en este amor, si como nos dice Lacan la mujer es acomodaticia y capaz de hacer cesiones sin límite por un hombre de sus bienes, su cuerpo, su alma, si su deseo está anudado al amor, no está del lado de lo múltiple; es fácil interpretar lo difícil que les resulta la separación.

No hay en ningún lugar escrito como ser hombre o mujer. Los hombres que frente a ellas no encuentran otra forma que la de ejercer un poder violento para autoafirmarse lo único que logran es quedar enredados en la voz superyoica que, en cada caso, a su manera, pone en cuestión su masculinidad. No debe ser casual que se produzcan muchas muertes cuando ellas se han ido de su lado, confirmando así que no han sido capaces de “dominarlas”. Incluso se han dado casos donde las matan cuando ellos tienen una nueva pareja.

En el caso de las mujeres, si ellas pudieran salir del círculo infernal del temor al desamor y de la culpa a los primeros signos violentos del partenaire habría muchas posibilidades de cambiar este destino trágico.

Para los hombres es más difícil que estos actos se tornen sintomáticos, son ellas las que más fácilmente pueden pedir ayuda para tratar de entender aquello que está en juego y que las concierne. Desde luego si se encuentran con corrientes de la psicología que lo único que tienen para aportar es una modificación de la conducta todo esto seguirá su curso. Por supuesto que la educación y la cultura son recursos con los que puede contar un sujeto para hacer en la relación hombre-mujer, pero no una educación y una cultura que lo que intente es hacernos creer que somos dueños de nosotros mismos y que no contemple que nuestros pensamientos inconscientes tienen más efectividad que el mundo de la conciencia.

Lo que el psicoanálisis oferta es una praxis donde la palabra es el único medio del que se dispone. Se comprueba en los dichos ese horizonte de imposibilidad que hay que aprehender a amar para que el amor no termine degradándose en odio y sea un amor más digno que torne posible el lazo entre hombres y mujeres.

Mercedes de Francisco

Publicado en VV.AA. "Relaciones violentas; entre el amor y la tragedia". Compilaciones por Patricia Sawicke y Beatriz Sotillo, Grama Ediciones 2014.